jueves, 30 de diciembre de 2021

"No mires arriba": Mucho más que una ficción


El final del 2021 nos sorprende con una película distinta, "Don't Look Up" (No mires arriba), propuesta por Netflix y escrita y dirigida por Adam McKay. Más allá de un elenco  consagrado, el principal mérito del  rodaje  se encuentra en el guion y si la crítica no lo considera como el mejor guion del año posiblemente se deba a la misma indiferencia que la propia trama denuncia.

Dos astrónomos de poca monta (Jennifer Lawrence y Leonardo DiCaprio) descubren que un meteorito de 10 km de diámetro, similar al que extinguió a los dinosaurios, tiene un 99,78% de probabilidades de impactar contra la Tierra dentro de seis meses y catorce días y exterminar a la raza humana. Desesperados, tratan de transmitir la terrible noticia, pero se encuentran con un mundo que está mirando para otro lado. La presidenta de los EEUU (Meryl Streep) y su hijo y jefe de gabinete  (Jonah Hill) los reciben en la Casa Blanca pero minimizan el asunto enfrascados en una serie de  los escándalos políticos en plena temporada electoral. Ante tan pobre recibimiento, el dúo de astrónomos trata de difundir la noticia al gran público recurriendo a la masividad de los medios de comunicación. Su intento vuelve a fracasar y acaban envueltos en una lluvia de hashtag, tendencias y memes que los miden, los magnifican y los ridiculizan en medio de la clásica igualación televisiva que coloca en el mismo plano al reporte del clima y  el anuncio del fin del mundo.

Más allá de reírnos de nosotros mismos en una sátira dura que retrata la hipocresía humana con precisión maestra, el argumento encierra veladamente un conocimiento nuevo que es preciso desentrañar.

Si nos anuncian el fin del mundo ¿Por qué razón habría de importarnos saber que nos vamos a morir? En rigor, ya lo sabemos: nos va a matar un paro cardíaco, un choque automovilístico o un cáncer de colon. Nadie es eterno. Todos vamos a morir. ¿Nos impacta entonces conocer la fecha exacta, saber que moriremos dentro de seis meses y catorce días? Bueno, sí, es impactante... gastaremos con tarjeta de crédito, renunciaremos al trabajo, insultaremos al jefe y haremos el amor en las plazas a la hora del té. Ahora bien, ¿Qué más nos impacta además de eso? ¿a alguien le importa que también muera el resto de la gente el mismo día, a la misma hora y por la misma razón? 

El asunto es más sutil de lo que parece. Para sentir que no solo se trata de nuestra muerte; que toda la civilización se va a extinguir al mismo tiempo, necesitamos sentir a la civilización como algo nuestro que vamos a perder, precisamos relegar nuestro individualismo y sentirnos parte de un todo mayor. No se trata de un mero sentimiento espiritual, hay allí una asimetría matemática: La muerte de la civilización implica la nuestra pero nuestra propia muerte no implica la extinción de la civilización. Acoplarnos al resto significa sentirnos parte de algo más longevo que nosotros.

Una especie que no se siente parte de una civilización no puede reaccionar contra su eventual extinción. En la película, la denuncia profunda, la descripción velada y a la vez desgarradora es que somos tan individualistas que nos importa un bledo la supervivencia de la civilización.

Esto es doblemente grave porque en realidad no necesitamos esperar que impacte un meteorito; ya lo estamos destruyendo todo. La civilización se puede extinguir si el clima cambia muy rápido porque la producción de comida para 7800 millones de personas depende dramáticamente de la constancia del clima; también se puede extinguir si se desata una guerra nuclear masiva [2] (y ya hemos fabricado y apuntado las armas) o si un sujeto en un laboratorio libera un patógeno pandémico letal [3] (ya sabemos editar el ADN). El riesgo de extinción [1] [4] ya está causando una profunda preocupación porque nuestra tecnología se hizo potencialmente autodestructiva y convivir con ella exige muchas más cosas que antes.  En concreto, además de la madre naturaleza ya hemos desarrollado la tecnología suficiente para matarnos a nosotros mismos, y por lo visto, la posibilidad tecnológica de hacerlo es mucho mayor que la probabilidad de que lo haga la naturaleza.

Componiendo la película con la realidad, resulta que nuestra civilización es autodestructiva y a nosotros nos importa un bledo. Para que nos importe deberíamos ser menos individualistas y más altruistas. No es una opinión, es la misma matemática aquella funcionando otra vez: la supervivencia de la civilización es más importante que la existencia individual porque la extinción de la civilización implica la muerte individual pero la muerte individual no representa la extinción de la civilización. Para sobrevivir frente a un riesgo de extinción la humanidad necesita, ante todo, poder verlo, poder sentirlo; necesita relegar su individualismo y sentirse parte de un todo mayor; priorizar el interés común antes que el propio. Nuestra supervivencia a largo plazo, depende del grado de altruismo que podemos expresar. 

Pero lo más interesante aquí es que podemos utilizar el argumento para intentar una descripción universal del fenómeno tecnológico. Si el desarrollo de las civilizaciones desemboca invariablemente en una tecnología autodestructiva, entonces sus especies tecnológicas van a estar expuestas a la misma disyuntiva: o son altruistas en cierto grado o sus civilizaciones se autodestruyen. El núcleo de Don´t Look Up está de nuevo aquí: o nos movilizamos rápidamente frente al problema del meteorito o nos extinguimos;  pero ahora lo hemos generalizado hasta construir una descripción de la tecnología en el universo: las civilizaciones tecnológicas estables deben ser altruistas porque si son individualistas estarán ciegas frente al riesgo de extinción que ellas mismas pueden ocasionar. A partir de cierto grado, la tecnología solo es posible en especies altruistas. Aún no hemos probado si hay civilizaciones tecnológicas allí afuera, pero si existen, son altruistas. Y no es una opinión, es un hecho... Si les place, podemos discutirlo durante seis meses y catorce días más.




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[1] Bostrom, N (2012). Existential Risk Prevention as Global Priority. Global Policy, Vol 4, Issue 1 (2013): 15-31
[2] https://www.eldiario.es/red/que-es/invierno-nuclear-apocalipsis-climatico-pudo-acabar-humanidad-guerra-fria_1_6882908.html (visitado el 30/12/2021)
[3] Sotos, J.G. (2018) Biotechnology and the lifetime of technical civilizations. Int. J. Astrobiol. 2019, 18, 445–454.
[4] https://www.elconfidencial.com/mundo/2020-06-26/entrevista-filosofo-toby-ord-colapso-civilizacion_2656327/

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jueves, 11 de noviembre de 2021

La basura y los costos verdaderos

 


El plástico no se degrada fácilmente; se acumula en el mar, se desintegra en micropartículas, se incorpora en la dieta de los peces, en las aves que devoran a esos peces y en los mamíferos que devoran a esas aves... La contaminación se hace visible cuando se forman enormes manchas en el mar, pero se vuelve patética cuando nos comemos el plástico que tiramos. 

Para escapar a nuestra dependencia del plástico iniciamos la búsqueda de artículos sustitutos. Uno de ellos es la botella de algas y será nuestro ejemplo particular dentro del fenómeno general que vamos a describir.

La pregunta es simple: si ya tenemos botellas biodegradables ¿por qué no las utiliza la industria? Hay varios problemas relativos a la funcionalidad y la estética del producto, pero el factor determinante es el precio: Las botellas de algas son más caras que las de plástico... ¿o no?

El ciclo de vida de una botella comienza cuando los materiales se extraen de la naturaleza y termina cuando reingresan a ella. El costo real del producto debe calcularse entonces desde que comienza la extracción hasta que los distintos componentes se reintegran. Como sabemos, mucho antes de que termine el ciclo, se obtiene el producto terminado, el objeto que se puede vender, la botella. 

Comparar el costo de la botella de algas contra el costo de la botella de plástico debería consistir en comparar el ciclo completo de cada botella, desde que las substancias salen de la tierra hasta que la naturaleza las degrada. La trampa consiste en comparar solo los costos de  la mitad del ciclo, desde que se extraen los materiales hasta que se obtiene el producto a vender, y desestimar los costos de desintegración. La botella de plástico es barata hasta su venta y costosa luego, hasta su desintegración; la botella de algas es costosa hasta su venta y barata desde allí  hasta su desintegración. El error consiste en evaluar solo la mitad del ciclo, donde la botella de plástico es más barata que la de algas, en lugar de comparar el ciclo completo. 

Cuando el mundo era grande grande y la humanidad era chiquita chiquita, los residuos se descartaban sin más, como hace un mono con una cáscara de banana. Ahora somos muchos y los límites de la naturaleza se hacen evidentes. Aquellas prácticas económicas que desestimaban el cálculo de la segunda mitad del ciclo nos conducen a acumular basura y por lo tanto no son sustentables a largo plazo.

No es fácil evaluar el costo de degradación, desde que el producto se vende hasta que la naturaleza recupera sus materiales. Algunos estados establecen impuestos para financiar ese costo oculto, pero esos impuestos nunca son justos, no expresan la verdadera relación de precios que nos haría preferir la botella de algas, generalmente no se utilizan para lo previsto y cuando se intentan utilizar, no alcanzan.

No poder calcular con nitidez los costos de degradación no es equivalente a que esos costos no existan. Es imposible que el mercado resuelva los problemas si no puede ver la mitad de los costos.

Cuando el fenómeno se agranda se transforma en un problema. Y no se trata solo de los residuos sólidos; la basura que emitimos al aire ya está cambiando el clima del planeta. 

Las civilizaciones que desconocen la contaminación que generan no son adaptativas. A largo plazo aprenden o se extinguen. Tomemos nota.


lunes, 30 de agosto de 2021

El gran derroche automotor




El 90% del tiempo nuestros autos están estacionados en las veredas de la ciudad, en las cocheras de las casas o en los estacionamientos públicos [1]. Esto es fácil de ver: el día tiene 24 hs. y solo utilizamos el auto 2 o 3 hs. por día.  De cada 10 vehículos que se producen, se utiliza solo uno. Es importante entenderlo bien: fabricamos 10 veces más autos de los que necesitamos para viajar.

Según un estudio realizado por la revista Wards Auto en 2019, existen 1420 millones de vehículos en el mundo, de los cuales 1060 son vehículos de pasajeros [2]. En números redondos, existen mil millones de autos de los cuales 900 están parados y solo 100 funcionando.

Para explicar por qué razón fabricamos 900 millones de autos de más, debemos suponer que al poseerlos satisfacemos otras necesidades además de viajar. En rigor, siquiera necesitamos poseer un auto para poder de viajar, de modo que lo único que explica la posesión de un auto es, precisamente, la necesidad de poseerlo. Estamos convencidos de que compramos autos para viajar, pero el 90% del tiempo solo los poseemos. 

Poseer un auto es mucho más de lo que parece. El auto es una marca social,  un identificador económico: las personas que poseen auto tienen más poder que las que no y cuanto más caro es el auto más poder ostentan.

Utilizar la posesión de un automóvil como señal económica no es ni bueno ni malo, pero cuando la civilización se encamina a un grave problema de sobreconsumo, este tipo de comportamientos determina si la especie podrá adaptarse o no. Fabricar mil millones de autos para utilizar solo cien, es una clara señal de que no lo estamos logrando.



domingo, 10 de enero de 2021

La velocidad de la inteligencia



Solemos desestimar las posibilidades de una tecnología para los viajes espaciales debido, entre otras cosas, a la complicada relación entre la distancia y la velocidad. Un rayo de luz tardaría cien mil años en recorrer nuestra galaxia de un extremo al otro.

Según la teoría estándar, ninguna señal puede ir más rápido que la luz. Aún si desarrolláramos una tecnología que nos permitiera viajar a un décimo de esa velocidad, tardaríamos un millón de años en recorrer la galaxia. Si viajáramos a la estrella más cercana a un décimo de la velocidad de la luz, tendríamos un viaje de ida de 42 años. 

La lentitud que impone la cota lumínica de velocidades parece obligarnos a pensar que la inteligencia no es posible en entornos mayores a un sistema solar. Podemos planificar sobre cosas que duran horas o días o años, pero nuestra inteligencia no funciona para procesos más longevos. 

Hay dos formas de resolver esto: Una consiste en pensar que hay algún problema en la teoría de la relatividad y que la cota de velocidades sí puede remontarse. En ese caso la inteligencia humana podría extenderse a la galaxia; todo depende de cuanto se supere la cota; si tardáramos un año en recorrer la Vía Láctea, nuestra inteligencia sería perfectamente operativa. Pero si bien existen evidencias de que algunas influencias pueden saltar de una partícula a otra entrelazada de manera instantánea, no es posible, según la teoría, enviar información a una velocidad mayor que la de la luz.

La segunda forma de resolver la lentitud de los viajes espaciales tal vez no haya sido muy meditada, pero es posible según las leyes físicas. 

Un ser humano vive unos 80 años y su inteligencia puede intervenir sobre cosas que duran generalmente menos que eso; como hemos dicho, unas horas, unos días o unos años. Piense en cualquier cosa que decida; si estamos haciendo una comida, nuestro plan es para los siguientes minutos, primero la harina, después los huevos, después la manteca; si el plan es ir al teatro, podemos pensar en varios días; si deseamos hacer un doctorado, podemos pensar en los siguientes tres años Nuestra inteligencia opera sobre procesos que duran menos que la vida humana porque nuestros genes nos dicen que nada tiene mucho sentido después de morir.

Una estructura inteligente que dure 5000 millones de años[1], también podría intervenir sobre procesos que duran menos que eso; pero menos que 5000 millones es casi cualquier cosa.

Si  el universo pudiera construir un soporte físico para una forma muy longeva de inteligencia con la misma física que construyó nuestra incipiente tecnología, entonces su inteligencia podría actuar sobre procesos  de un millón de años o más. Al 10 % de la velocidad de la luz, una estructura tecnológica podría viajar de un extremo al otro de galaxia 5000 veces. Dentro de una galaxia, casi todos los procesos evolutivos podrían ser intervenidos inteligentemente.

Existe una relación entre la longevidad de la estructura que presenta inteligencia y la duración de los procesos que puede intervenir. Si no hubiera un límite de velocidad y solo demoráramos un año en recorrer la galaxia, con una tecnología de viajes espaciales que durara 5000 años, podríamos viajar de un extremo al otro 5000 veces. Si, en cambio, una tecnología viajara al 10% de la velocidad de la luz, y la estructura inteligente tuviera 5000 millones de años, también recorreríamos la galaxia 5000 veces. Entonces, la operatividad inteligente sería la misma en los dos casos.

La existencia de formas estables de tecnología es, en cierto modo, equivalente a superar la cota de velocidad.

¿Pero tiene sentido pensar en formas estables de tecnología de 5000 millones de años de duración si nuestro mundo solo tiene 4550, nuestra especie tiene 200.000 años y nuestra tecnología espacial menos de 100? Es una buena pregunta, pero tanto la forma de una tecnología estable como las evidencias que dejaría, son tema para otra discusión.

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[1] Si extrapolamos los tiempos evolutivos terrestres hasta el momento en que nacieron los primeros mundos con carbono, la tecnología de los viajes espaciales ya sería posible unos 8000 millones de años después del Big Bang. En un universo de 13800 millones de años, eso nos deja unos 5800 millones de tecnología especial.
https://elpais.com/elpais/2018/10/23/ciencia/1540309489_790251.html

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jueves, 7 de enero de 2021

¿Natural o artificial?


 
Todos podemos diferenciar objetos naturales de artificiales. Un árbol, una flor, un río, un gato y un bebé, son naturales, en cambio, un tren, un lápiz, un semáforo, una silla y un teléfono inteligente son artificiales. Cualquiera podría pensar que la diferencia está en el objeto, de modo que sería muy sencillo definir las características que hacen que un objeto sea natural o artificial. Pero es más complicado de lo que parece.
 
Supongamos que nuestra tecnología continúa evolucionando durante, digamos, 10.000 años. Es imposible imaginar las cosas que podríamos hacer, pero hagamos un esfuerzo.

Luego de evolucionar 10.000 años, nuestra tecnología pudo hacer una abeja. Nada del otro mundo ¿verdad? De hecho, nuestra abeja es idéntica a las abejas naturales. Si bien fue difícil de reproducir, no había nada allí lo suficientemente místico para que una tecnología avanzada pudiera fabricarlo. Primero hubo que entender el vuelo, luego la decisión de volar, el soporte físico de las decisiones, las neuronas, las células, los ribosomas, la replicación celular, la estructura tridimensional de las proteínas. Todo muy complejo pero nada imposible para una tecnología que pudiera comprender y reproducir cada fenómeno.

Tenemos, entonces, dos abejas idénticas, una natural y la otra artificial. Es evidente que el carácter natural o artificial no está en los objetos sino en su procedencia. Un objeto es natural cuando procede de la naturaleza y es artificial cuando fue construido por una tecnología avanzada. Las características de un objeto no son evidencia de que sea natural y no artificial. No existe nada natural que una tecnología suficientemente compleja no pueda reproducir

La mayoría de las cosas que fabricamos, no tienen por objetivo parecerse a la naturaleza, sin embargo, si quisiéramos fabricar un organismo vivo, como la abeja, nos encontraríamos en apuros. No tenemos la tecnología para fabricar una abeja. Conforme la tecnología avanza, algunas de las cosas que puede hacer comienzan a parecerse a los objetos naturales. Si una tecnología fuera suficientemente avanzada algunas de las cosas que podría construir serían idénticas a la naturaleza.

Existe una simetría central. La naturaleza no puede construir un rascacielos pero la tecnología que construye rascacielos sí podría evolucionar hasta producir cosas idénticas a las naturales.
 
Una célula viviente artificial sería todavía más difícil de imaginar. ¿Serían artificiales también las células hijas? ¿Y las hijas de las hijas de las hijas? Cien mil años después ya no sabríamos si hubo un ancestro artificial.


Si nuestra célula artificial evoluciona y produce una musaraña cien millones de años después, ¿la musaraña es artificial o natural?. Y si la misma tecnología de la célula inicial modifica el ADN de la musaraña para que pueda comer las hojas de un arbusto nuevo, que antes no comía, ¿la musaraña mutante es artificial o natural?. Y si luego de otros cien millones de años evoluciona un mamífero arborícola a partir de la musaraña artificialmente modificada, ¿este mamífero es natural o artificial?

En la Tierra, no hay evidencias de que longevas formas tecnológicas hayan intervenido en los procesos evolutivos; aunque, claro, tampoco hay evidencias de que todos los fenómenos complejos sean naturales. No se trata de que no existan objetos que lo pongan en evidencia. El problema es más profundo. Los objetos no son evidencia de su carácter natural o artificial. Y los procesos que los construyeron se funden en una maraña donde lo natural y lo artificial se desdibujan.

A veces la incertidumbre es mejor que una certeza equivocada.

Humanidad vs. medio ambiente: Radiografía de un choque

Single mask on grass and dirt. ( Alisa Singer ) La mejor forma de evaluar el presente de nuestra civilización es comprendiendo cómo ha varia...